En una nota publicada el día de hoy por El Universal se trata el tema de la corrupción del sector salud por supuestos sobornos de las farmacéuticas. Se expone cómo es que estas grandes industrias invierten millones de pesos para lograr que los médicos prescriban sus medicinas; el soborno se materializa gracias a que los “visitadores” (nombre que se escucha bastante enigmático y con el que se denomina a los agentes de venta que promocionan a la empresa) ofrecen viajes a congresos, plumas, kits de escritorio e, incluso, instrumentos de trabajo.
La queja viene desde ciertos investigadores, una del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM y otro del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”, que mencionan cómo es que el supuesto interés de las farmacéuticas, tanto por el consumidor final como por la preparación profesional de los médicos, tiene una agenda “oculta” que procura promover la compra de ciertos medicamentos.
Si bien es cierto que dichas prácticas pueden terminar en terribles abusos, cómo, por ejemplo, que el médico recetara medicinas que no funcionen con tal de poder cumplir su cuota y hacerse acreedor a un viaje, la realidad es que no veo lo terrible de la práctica en circunstancias normales. Es cierto, las farmacéuticas viven de las ganancias que representan las medicinas, lo que podría ser visto como algo negativo por alguna persona que no crea en la continua innovación (pues cómo habría innovación en el sector sin las utilidades que representa la venta del producto); sin embargo, ¿dónde estaríamos si las grandes empresas dedicadas a la salud no procuraran, con sus ventas, generar riqueza para sus dueños y colaboradores? ¿En dónde estaría, hoy por hoy, el sector salud? ¿Existirían tantas curas como las podemos encontrar hoy en día?
Normalmente pensamos que los precios de los medicamentos son altísimos, después de todo, ¿cuánto cuesta hacer una sola pastilla de cierto medicamento? El costo elevado responde a muchas más cosas que el costo de producción por unidad o, dicho de otro modo, si suponemos dentro del costo de cada pastilla toda la inversión en investigación necesaria, nos daríamos cuenta de que cada unidad es más cara de lo que pensábamos. Por supuesto siempre hay excesos, existen siempre productos -y no exclusivamente de la industria farmacéutica- cuyo margen de utilidad es tan alto que parece una grosería; también es cierto que en las medicinas duele más esta situación porque es un tema de salud, pero no podemos emitir juicios absolutos respecto de eventos aislados o que, al menos, no sean los que ocurren la gran mayoría de las veces. Además, el precio del producto responde, de igual manera, a una lógica de mercado que, hasta hoy, no ha podido ser sustituida por un modo más igualitario y justo de distribución.
¿Es malo entonces que las farmacéuticas generen incentivos que promuevan sus ventas? Me parece que no. Si hay algo malo, y sin duda lo hay, es que los médicos, a quienes les confiamos nuestra salud, se aprovechen de oportunidades como esas y jueguen con nuestra salud y nuestros bolsillos. Supongamos que algún establecimiento de comida chatarra me ofreciera un viaje si puedo comer ahí, llevando a mis amigos, en un promedio de una vez al día y, revisando mis posibilidades de viajar, accedo; si engordo y comienzo a tener problemas de salud por eso, a quién debo culpar, al restaurant o a mí: ¿no deben ser responsables las personas por las decisiones que libremente, y con pleno conocimiento, toman en su vida?
La queja viene desde ciertos investigadores, una del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM y otro del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”, que mencionan cómo es que el supuesto interés de las farmacéuticas, tanto por el consumidor final como por la preparación profesional de los médicos, tiene una agenda “oculta” que procura promover la compra de ciertos medicamentos.
Si bien es cierto que dichas prácticas pueden terminar en terribles abusos, cómo, por ejemplo, que el médico recetara medicinas que no funcionen con tal de poder cumplir su cuota y hacerse acreedor a un viaje, la realidad es que no veo lo terrible de la práctica en circunstancias normales. Es cierto, las farmacéuticas viven de las ganancias que representan las medicinas, lo que podría ser visto como algo negativo por alguna persona que no crea en la continua innovación (pues cómo habría innovación en el sector sin las utilidades que representa la venta del producto); sin embargo, ¿dónde estaríamos si las grandes empresas dedicadas a la salud no procuraran, con sus ventas, generar riqueza para sus dueños y colaboradores? ¿En dónde estaría, hoy por hoy, el sector salud? ¿Existirían tantas curas como las podemos encontrar hoy en día?
Normalmente pensamos que los precios de los medicamentos son altísimos, después de todo, ¿cuánto cuesta hacer una sola pastilla de cierto medicamento? El costo elevado responde a muchas más cosas que el costo de producción por unidad o, dicho de otro modo, si suponemos dentro del costo de cada pastilla toda la inversión en investigación necesaria, nos daríamos cuenta de que cada unidad es más cara de lo que pensábamos. Por supuesto siempre hay excesos, existen siempre productos -y no exclusivamente de la industria farmacéutica- cuyo margen de utilidad es tan alto que parece una grosería; también es cierto que en las medicinas duele más esta situación porque es un tema de salud, pero no podemos emitir juicios absolutos respecto de eventos aislados o que, al menos, no sean los que ocurren la gran mayoría de las veces. Además, el precio del producto responde, de igual manera, a una lógica de mercado que, hasta hoy, no ha podido ser sustituida por un modo más igualitario y justo de distribución.
¿Es malo entonces que las farmacéuticas generen incentivos que promuevan sus ventas? Me parece que no. Si hay algo malo, y sin duda lo hay, es que los médicos, a quienes les confiamos nuestra salud, se aprovechen de oportunidades como esas y jueguen con nuestra salud y nuestros bolsillos. Supongamos que algún establecimiento de comida chatarra me ofreciera un viaje si puedo comer ahí, llevando a mis amigos, en un promedio de una vez al día y, revisando mis posibilidades de viajar, accedo; si engordo y comienzo a tener problemas de salud por eso, a quién debo culpar, al restaurant o a mí: ¿no deben ser responsables las personas por las decisiones que libremente, y con pleno conocimiento, toman en su vida?